PADRES. AMAR A LOS
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    El cuarto mandamiento de la Ley de Dios es amar a los padres, aun­que estrictamente el texto bíblico hable de "honrar" (Ex. 20.12) y sea el concepto que el mismo Jesús recoge al recordar al joven los mínimos para entrar en la vida eterna. "Honrar" (timeo, en griego. dar honor, ofrecer respeto) emplean los evangelistas (Mt. 19.19: Mc.10. 19; Lc. 18. 20) siguiendo la versión griega del Antiguo Testamento llamada de los LXX.
   Pero "honrar" significa amar, obedecer, ayudar, respetar, venerar, reverenciar a los progenitores.
   Además de ser una ley radical en la naturaleza, se presenta en la Palabra divina como un mandato que adquiere carácter sagrado y revela­do. El texto bíblico habla de honrar, ofrecer honor; pero es evidente que el alcance es mucho más profundo que la mera venera­ción. Supone dar sentido religioso a lo que, por su naturaleza misma, es exigencia natural.
   El amor a los padres responde a la voluntad divina. La revelación eleva a sagrado, o consagrado, lo que es reflejo de la naturaleza y de la razón.
   El cuarto mandamiento inicia la segunda serie de los mandatos de Dios. Los antiguos hablaban de las dos tablas y la tradición occidental puso este mandato al comiendo de la segunda tabla.
   El amor a los padres es la respuesta profunda de respeto y gratitud por el don de la vida, de la biológica y de la social. La fórmula es positiva, al igual que la usada al comienzo de la otra tabla: "Adorarás al Señor tu Dios". En la se­gunda se dice: "Honrarás a tu padre y a tu madre".

   1. Alcance bíblico

   Es una constante bíblica importan­te que surge desde los primeros tiempos. Es Dios el que manda "ofrecer ese honor" y el que lo recompensa con "larga vida sobre la tierra". Queda recogido ese deber, expresado con emoción desde los tiempos patriarcales.

   1.1. En el Antiguo Testamento

   El Decálogo del Sinaí es claro al respecto: "Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar". (Ex. 20. 12). Este concepto se mantendrá a lo largo de todo el relato de la Historia salvadora: en el Antiguo y en el Nuevo Testamento.
   Previo al relato del Exodo, se reflejó en el relato creacional del Paraíso, cuando se alude a la relación fecundadora de la primera pareja. Dios instituyó los vínculos familiares naturales cuando dijo: "Creced y reproduciros, llenad la tierra" y sometedla" (Gen. 1.28). Y cuando recalcó: "No es bueno que el hombre esté solo." (Gen. 2.18)
   Incluso, la maldición y el castigo por el pecado de irreverencia para con los padres rezumarán en el relato posterior al diluvio, cuando Cam, padre de Canaán, no se comporte con honor ante la desnudez de su padre Noé, embriagado por la viña planta­da. (Gen. 9.22)
   La historia de los Patriarcas: Abraham, Isaac, Jacob, José, se halla entrañablemente vinculada al amor paterno y a la respuesta filial de los hijos de cada Patriarca. Hay en esos relatos gestos que reflejan la sumisión del hijo con el padre, como la de Isaac ante Abraham cuando es conducido al sacrificio (Gen. 22.9); o cuando Esaú, por respeto al padre, controla su rencor por el engaño de su hermano Jacob (Gen. 27. 41); o cuando José se angustia por su padre Jacob. (Gen. 46.30)
    Los textos vinculados a los padres en los libros proféticos, en los sa­pienciales e incluso en los poéticos, siguen ese esquema de dependencia y de veneración: Prov. 1. 17-25; Ecclo. 7.23; Salm. 111. 10. Se dice en ellos, por ejemplo: "Guarda, hijo mío, el mandato de tu padre y no desprecies la lección de tu madre... En tus pasos ellos serán tu guía; cuando te acuestes, velarán por ti; conversarán contigo al despertar" (Prov. 6. 20-22). "El hijo sabio ama la instrucción, el arrogante no escucha la repren­sión." (Prov. 13. 1).

   1.2. En el Nuevo Testamento.

   El respeto a los padres es entraña del Evangelio, como eco del Antiguo Testamento. Es efecto del ejemplo de Cristo du­rante su infancia y juventud en Nazareth: "Y les estaba sujeto." (Lc. 2. 51)
    El mismo Jesús manifestó su respeto a su madre en Caná (Jn. 2. 1-12), su compasión ente el padre que implora por su hijo enfermo (Jn. 4. 43-54) o ante la madre que llora por su hijo muerto (Lc. 7. 11-17). Jesús condenó la conducta del hijo que huyó de su padre, en la parábo­la del hijo pródigo. (Lc. 15. 11-32). Ridiculizó la farsa farisaica de librar ­al oferente del deber con el padre a cuenta del sacrificio ritual. (Mt. 5 23). Recordó el camino para "llegar a la vida eterna". (Mt. 18.31). Los ejemplos y las palabras de Jesús culminaron cuando, moribundo, dejó a su madre el cuidado del discípulo amado. (Jn. 19.27)
   Las enseñanzas de los Apóstoles seguidores de Cristo fueron claras al respecto: "Hijos, obedeced a vuestros padres en el Señor; porque esto es justo. "Honra a tu padre y a tu madre", tal es el primer mandamiento que lleva consigo una promesa" (Ef. 6.1-3).
   También a los padres recuerda el Apóstol sus deberes: "Padres, no exasperéis a vuestros hijos, sino formadlos mas bien mediante la instrucción y la corrección según el Señor." (Ef. 6. 4)

   2. Familia y plan de Dios.

   Establecida sobre el consentimiento de los esposos y el proyecto de engen­drar nuevos hijos, el matrimonio y la familia son la base sacramental de ese debe de obediencia y de veneración.
   Ella es el cauce de la autoridad concedida por Dios y en ella se hace eco la voz divina, de modo que quien a los padre obedece, al mismo Dios obedece, como tantas veces Cristo dejó entrever en sus alusiones al Padre del cielo.
   En la familia, todos los miembros están ordenados al desarrollo de las personas y al fomento de la convivencia. El amor es el motor de la obediencia. En la obediencia se soporta el orden. Y en el orden se engendra el desenvolvimiento de cada miembro y la felicidad de todos en la comunidad afectuosa de los mayo­res y de los pequeños.

    2.1. Significado de la familia

   Del mismo modo que la familia es el fruto del amor conyugal y los hijos son la bendición del amor entre los esposos, también el fruto del amor entre padres e hijos es la llave de la felici­dad.
   Es responsabilidad de to­dos los miembros del hogar el poner­se en disposición de aportar al mismo las riquezas espirituales, morales y materiales. Una familia debe ser algo más que una residencia o albergue; debe ser una comunidad.
   El deber natural de todo miembro de la familia es dar todo lo que esté en su mano para asegurar la convivencia, la paz y el mutuo amor. Esto no es posible sin obediencia a los padres.

   2. 2. La familia cristiana

   Si en la familia hay valores elevados­, además de comunidad humana se aprecia como fuente de riquezas sobrenaturales: de fe y de caridad evangélica. En la familia cristiana se añade, a la riqueza afectiva y natural, la dimen­sión de la fe.
   Los padres se sienten representantes de Dios en medio del hogar y reflejan la paternidad divina.
   La obediencia y el amor a los padres son, en cierto sentido, eco y reviviscenia del amor a Dios Padre y Creador. Los padres reproducen la acción de Dios Creador, en cuanto dan vida; ellos crean un mundo en el que los hijos viven y se protegen contra el mal.
   El Concilio Vaticano II llamaba a la familia el templo de Dios y a ella refería la primera responsabilidad de la educación de los hijos: "La familia es una especie de iglesia doméstica en la cual los padres son para los hijos los primeros predicadores de la fe mediante la palabra y el ejemplo y donde fomentan en cada uno su vocación, incluso la vocación sagrada".  (Lumen Gent. 11)
   Por eso la familia cristiana refleja el diseño de la familia de Nazareth y la piedad cristiana ha multiplicado sus en­señanzas y consideraciones sobre su importancia como plataforma primera de la evangelización.
   En la familia cristiana, en la que se ama y obedece, resuena el eco de todas las ense­ñanzas de la Palabra de Dios sobre el amor iluminado por la fe: Ef. 5. 21; 6. 4; Col. 3. 18-21; 1 Pedr. 3. 1-7.
   Llega a decir el Catecismo de la Igle­sia católica: "La familia es la “célula original” de la vida social. Es la sociedad natural en que el hombre y la mujer son llamados al don de sí en el amor y en el don de la vida. La autoridad, la estabilidad y la vida de relación en el seno de la familia constituyen los fundamentos de la libertad, de la seguridad, de la fraternidad en el seno de la sociedad. La familia es la comunidad en la que, desde la infancia, se pueden aprender los valores morales, se comienza a honrar a Dios y a usar bien de la libertad. La vida de familia es iniciación a la vida en sociedad.  (Nº 2207)

 

 

   

 

    3. Los deberes en familia

   El cuarto mandamiento de Ley divina implica unos deberes concretos, tanto positivos como negativos.

   3.1. Obediencia sincera

   Es el aspecto positivo. Si los padres son reflejo de Dios, existe un deber es­pontáneo e indiscutible de obedecer en todo lo que, en justicia y por piedad, ellos mandan dentro de sus atribuciones.
   En justicia, significa en todo aquello que se refiere al buen orden de la familia, tanto en la convivencia como en los vínculos afectos. Y por piedad, alude a todo aquello que produce alegría a los padres y les hace posible sentirse dichosos por la vida familiar. Ambas dimensiones son imprescindibles.
   Este doble concepto, como es eviden­te, varía a medida que los hijos crecen en edad y se hacen inde­pendientes de la estructura familiar al avanzar, por madurez, hacia su natural autonomía. Pero nunca se anula del todo: mientras se es hijo late la ley del honrar, del respetar, del amar.
   Y el deber afecta por igual a la relación con el padre y con la madre, equivalentes en responsabilidad y en mando. Es conveniente recordar y reconocer, con todo, que en muchas culturas la autoridad del padre se aprecia como más fuerte y la de la madre como más tierna, rasgos que pueden y deben ser tenidos en cuenta para adaptar la obediencia a una mejor conviven­cia.
   De forma estricta, el deber de obedecer es un rasgo natu­ral. Pero ha sido reforzado con la ley positiva divina de forma explícita, según hallamos en la Palabra divina. El mandato divino afecta expresa­mente a los hijos en sus relacio­nes con ambos padres, no con el varón de forma prioritaria.
   Y además, por extensión, engloba los deberes de los padres para con los hijos, los cuales se mantiene siempre en la vida.
   Incluso, hay una mayor extensión, al hacer referencia, por vía de sentido común y de expresión de la Palabra divina, a todos los subalternos para con sus superiores y a todos los que mandan para con sus dependientes.
   En el trasfondo del mandato, referido al respeto y a la obediencia, subyacen todos los otros deberes mutuos que implica la relación paternofilial: lealtad, confianza, asistencia, comprensión, apoyo, convivencia, etc.
   Las relaciones en el seno de la familia reclaman concordia y conjunción de sentimientos e intereses. No basta el mutuo respeto de las personas o la pasiva tolerancia en las relaciones. Debe tender a la profundidad de la comprensión.
   El amor a los padres, extendido a los hermanos y familiares, obliga a realizar todo lo necesario para que la vida no sea solo social, sino que llegue a los aspectos morales y espirituales, que son lo que engendran la verdadera felicidad.
   Esto implica generos­dad y esfuerzo, cercanía y benevolencia; y en ocasiones sacrifico y renuncia.
   Entre esos deberes se pueden recordar los más dignos de ser sugeridos y alentados en una buena educación moral y religiosa. Tales son los siguientes:
   - Respeto al orden y a las normas justas impuestas por los padres, viendo en ellas el reflejo de la autoridad divina.
   - Diligencia en el cumplimiento de los deberes, para que las relaciones discurran con fluidez y alegría.
   - Ayuda y solidaridad en las necesidades físicas, morales y sociales de cada uno de los miembros del hogar, de ma­nera especial cuando la enfermedad o los problemas perturban la alegría de alguno de ellos.
    - Cultivo de buenas relaciones: confianza y generosidad, desinterés y al­truismo, colabora­ción en las tareas comunes y alegría en el trato.
   - Promoción de los dones espirituales y morales en la medida de lo posible, pues de ellos brotarán las riquezas permanentes y resistentes en los conflictos.

 

   3.2. Permanencia del deber.

   Es frecuente entender el deber de obediencia para con los padres como algo restrin­gido a las edades naturales de la dependencia del hogar: la infancia y parte de la juventud.
   Pero es bueno recordar que el deber, como tal, afecta a lo largo de toda la vida terrena, pues la relación paterna y filial es permanente. También los mayores y los inde­pendizados del hogar por edad, matri­monio o autonomía, tienen el deber de la asistencia y de la obedien­cia en cuantas cosas sean debidas por la naturaleza, por la justicia y la piedad.
   El cuarto mandamiento reclama a los hijos mayores de edad sus deberes para con los padres. Deben prestarles ayuda material y moral, sobre todo en los momentos de soledad, enfermedad o en los años de vejez.
   En la Escritura se dice: "El Señor glorifica al padre en los hijos, y afirma el derecho de la madre sobre su prole. Quien honra a su padre expía sus pecados; como el que atesora es quien da gloria a su madre. Quien honra a su padre recibirá contento de sus propios hijos, y en el día de su oración será escuchado. Quien da gloria al padre vivirá largos días, obedece al Señor quien da sosie­go a su madre." (Eccle. 3. 2-6)
   Y a todos los hijos de cualquier edad se dice en los sapiencia­les: "Hijo, cuida de tu padre en su vejez, y en su vida no le causes tristeza. Aunque haya perdido la cabeza, sé indulgente, no le despre­cies en la plenitud de tu vigor... Como blasfemo es el que aban­dona a su padre, maldito del Señor quien irrita a su madre." (Eccli. 3.12-13 y 16)."

   3.3. Deberes de los padres.

   Los padres tienen deberes con los hijos, que se prolongan toda la vida y que superan las simples simpatías naturales. Los hijos son el don de Dios y los padres cristia­nos deben cuidarlos, edu­car­los, amar­los, como hijos de Dios, antes que como hijos propios.
   Es la fe la que debe mover, tanto a los hijos como a los padres, a relacionarse en la presencia de Dios. Con la fe es fácil superar las dificultades que a veces pueden sobrevenir en la convivencia con ellos. Y, sin la fe, hasta las razones más profundas de la carne y de la sangre pueden fallar.
   S. Pablo, en la Epístola a los Efesios, indica de parte de Dios cómo han de ser esas relaciones. "Hijos, como creyentes que sois, obedeced a vuestros padres. Es lo justo y además es el primer mandamiento que tiene una promesa anunciada: Honra a tu padre y a tu madre y así serás feliz y tendrás larga vida sobre la tierra.
   Y vosotros padres, no hagáis de vuestros hijos unos resentidos, sino educadlos, instruid­los y corre­gidlos como lo haría el Señor". (Ef. 6. 1-4)
   Estos deberes se fundan en la fecundidad del amor conyugal, que no se reduce a la sola procreación, siendo ella solo el comienzo de una cadena de "agradables deberes": alimentación, educación, protección, buen ejemplo, satisfacción afectiva y moral, educación espiritual y sobrenatural.
   La conciencia obliga a los padres a mirar a sus hijos como propios. Pero la fe mueve a verlos como hijos de Dios. Con ellos tienen un deber especial y singular, único e intransferible, en lo humano y en lo divino.
   Este deber les debe mover en primer lugar a formar un hogar orientado a que los hijos se desarrollen con ternura, comprensión, seguridad, paz, perdón, respeto, fidelidad y amor.
   Los buenos ejemplos son el primer deber de los padres de familia. La corrección de las deficiencias y desaciertos es el complemento imprescindible. "El que ama a su hijo, le corrige sin cesar... El que enseña a su hijo, sacará provecho de él." (Eccli 30. 1-2).

 
 

 

   4. Pecados contra la obediencia.

   Las faltas contra la piedad familiar pueden ser muchas: rebeldía, inconsideración, desobediencia, egoísmo, ingratitud, desunión y la rivalidad, desinterés y falta de asistencia. Todas ellas rompen el plan de Dios y alejan seriamente del Reino de Jesús a quienes caen persistente y sistemáticamente en las acciones y actitudes que generan.

   4.1. Desobediencia

   Es la negación de la sumisión o dependencia, en actos y en actitudes, cuando los padres o superiores ordenan algo que entra en su competencia.
   En todo caso, la falta de obediencia está en la acción o decisión directa de incumplir la norma emanada de la autoridad, por negación de la capacidad de mando o autoridad de quien la dis­pone.
   En ascética se hablaba en tiempos antiguos de la "obediencia ciega", como cumplimiento sin reflexión de lo mandado. En cuanto tal acción, es inaceptable como valor espiritual, si se hace sinónima de irreflexiva; pero puede ser una actitud de fe y humildad meritoria, si procede de un sentido de renuncia.
   Entre la sumisión ciega e irreflexiva y la rebeldía displicente, existe un abanico de respuestas intermedias que permiten pensar por propia cuenta según la edad y madurez de los sujetos, exponer criterios diferentes o deseos de otros comportamientos, además del discernimiento de los contenidos de los mandatos.
   Pero conviene diferenciar lo que es obediencia ascética y lo que es obediencia ética. La primera es la de quien, por espíritu de sacrificio, re­nuncia a su libertad de opción y asume las órdenes aje­nas. Y la obediencia ética es la de quien acepta lo ordenado, porque el que manda tiene derecho natural a hacerlo y el que obedece tiene el deber de aceptarlo.
   En consecuencia, hay desobediencia ascética, es decir incoherencia e infidelidad a la palabra dada cuando se prefiere la voluntad propia a la del que manda en lo pactado, asumido, aceptado de forma libre. Y ha desobediencia ética cuando se rompe el derecho natural y se niega sumisión a quien tiene el derecho y el deber de mandar.
   La obediencia familiar entre padres e hijos se refiere al orden ético; la de los subalternos voluntarios hace alusión al otro tiempo de obediencia. Aunque es bueno recordar que es más bien jurídica si se origina en pactos "interesados" (obreros, funcionarios, dependientes) y es estrictamente ascética, si procede de compromisos religiosos (votos, asociaciones, promesas eclesiales)
   La obediencia, como virtud, no puede reducirse al mero cumplimiento de los actos ordenados. Tiene que llegar a las disposiciones internas de acogida, de concordancia afectiva y de plena acepta­ción en lo que se hace. Todo lo que no sea así roza el concepto de desobediencia, por moverse con actitudes de fingimiento.
   Falta a la "obediencia debida" el que se enfrenta a la orden con el incumplimiento, el que diluye la orden con respuestas o evasivas incoherentes o insolentes, el que engaña para no hacer lo debido; y, so­bre todo, el que incita a otro a enfrentarse con la autori­dad y asumir actitudes de rebeldía, agresividad o desprecio.
   Y esta falta afecta, aunque en diverso grado, tanto a los hijos con respecto a los padres, como a los discípulos, a los dependientes y a los subalternos, con respecto a los que pueden y deben mandarles en la esfera de sus competencias.

   4.2. Abandono y negligencia

   Es la falta de asistencia y atención con relación a aquellos a quienes se debe cuidar, atender y ayudar, sobre todo si son los padres o personas con quienes hay lazos singulares de amor.
   La desidia y la dejadez son especialmente inmorales cuando quebrantan los deberes graves que con los padres existen, sobre todo en situaciones de enfermedad, ancianidad o soledad.
   No es solamente el deber de justa correspondencia el que debe mover a estas acciones, para devolver las atenciones recibidas en la infancia.
   Lo que justifica este deber es ante todo la voluntad de Dios que establece, por naturaleza y también por precepto positivo reflejado en toda la Escritura, el particular deber de atender con amor y co­rresponder con respeto a los padres y a los miembros de la propia familia.

   4.3. Irreverencia e impiedad

  Por piedad, por gratitud y por respeto, el honor y la reverencia son exigencias que están por encima de la mera asistencia material y afectiva. Son deberes con relación a quienes natural o moral­mente son superiores. La impiedad, la ingratitud y la irreverencia son las faltas que se cometen cuando las actitudes de amor y las muestras externas que de ellas se derivan no se ofrecen oportunamente y en la forma debida.
   Tal omisión lesiona la conciencia en forma gra­ve, sobre todo cuando de los padres se trata y proceden de desprecio o de maldad, por la dignidad singular que los padres tienen.
   Y, si tenemos en cuenta la persistente voluntad divina expresada en la Escritura, es ciertamente un pecado que roza el sacrilegio o profanación del orden divino. su gravedad depende de la consciencia y de la maldad con las que se comete, llegando a una ruptura total con el orden divino si se convierte en comportamiento habitual o en desprecio formal.

   5. Extensión del mandamiento

   La familia, sobre todo en determinados entornos culturales, tiene un sentido más amplio que el de la célula original de los cónyuges: filiación, paterni­dad y maternidad, fraternidad.
   Los parientes, los allegados, los vinculados por lazo de sangre, fraternidad o dependencia, servicio o amistad, se hallan "próximos" a cada uno por relación ética o afectiva. A todos ellos se extienden los deberes de la solidaridad, del respeto y de la interdependencia que exigen la conciencia recta.
   A este orden corresponden las relaciones que se gene­ran entre maestros y discípulos, entre patronos y obreros, entre jefes y subalternos, entre amos y cria­dos, entre tutores y protegidos, y en general entre los constituidos en autoridad social en relación a los vinculados con el deber de obediencia.

   5.1. La propia familia

   El cuatro mandamiento impulsa la veneración y la "obediencia proporcional" en rela­ción a todos los que se hallan constituidos en dignidad, significación social y responsabilidad. Sus consignas iluminan las relaciones en la sociedad.
   Especial referencia se debe hacer a los familiares ascendientes: abuelos y tíos, con los que se mantienen lazos de próxima comunicación; y, por lo tanto, vínculos naturales de interdependencia.
   Tradicionalmente se ha extendido ese vínculo al respeto a toda persona constituida en edad, dignidad, honor, gobierno, autoridad. Honrar y respetar a todos los que Dios ha investido con natural autoridad es un deber de sentido común y de amplio eco natural.
   Con todo es conveniente recordar que las relaciones de afecto y gratitud con los miembros de la propia familia deben guardar una justa jerarquía, en función de las personas, en respuesta a la relaciones no sólo consanguíneas sino morales, en función de la edad o situación de los inferiores.
 
   5.2. La propia Patria

   Los deberes para con la propia patria, o entorno humano al que afectivamente nos sentimos vinculados, entra de alguna forma en el ámbito de los deberes que impone el cuarto mandamiento.
   Con todo es bueno separar en este terreno lo que es una actitud política y lo que es la actitud ética.
   El concepto y el sentimiento de patria son relativos. Va desde una visión romántica propia del siglo XIX y una dimensión agnóstica propia del apatridismo de mu­chas corrientes modernas de pensamiento. Sin juicio histórico y geográfico apenas si puede entenderse esto.
   Tenemos un deber de patriotismo que va allá de los aspectos físicos: territorio geográfico, cultura propia, historia y tradiciones.
   Se apoya ante todo en el abanico de relaciones con perso­nas próximas en cuanto seres con dignidad humana, por lo tanto más allá de la raza, lenguaje, clase social o ideario político.
   El patriotismo ha sido entendido de diversas formas a lo largo de la historia y no cabe duda de que la idea de patria, relacionada con los conceptos de país (aspecto geográfico), de nación (aspecto cultural) y de Estado (aspecto jurídico), no debe eclipsar los derechos de las personas, que deben situarse por encima de las tradicio­nes o de los inte­reses, sobre to­do cuando éstos favorecen a clases, grupos o mino­rías privilegiados.
   Es deber ético amar a la propia patria, por sin magnificar un senti­miento humano variable, polifacéticos y relativo, sobre todo si entra en conflicto con otros debe­es superiores: respeto, tolerancia, aper­tu­ra, solidaridad, justo reparto, amor a la vida.

 

  

 

   

 

   5.3. Obedecer a la autoridad

   Junto con el respeto a la Patria, se halla la obediencia a las autoridades y el deber de conciencia de cumplir con las leyes que éstas imponen de forma justa.
   La enseñanza de la Escritura ha sido clara siempre al respecto: "Respetad a los representantes de Dios, que los ha instituido ministros de sus dones" (Rom. 13, 1-2)... "Sed sumisos, a causa del Señor, a toda institución humana... Obrad como hombres libres y no como quienes hacen de la libertad un pretexto para la maldad. Así seréis siervos de Dios" (1 Pedr 2.13.16)
   La obediencia y aceptación leal de las autoridades, y de sus normas justas, implica y reclama el derecho, a veces el deber, de ejercer la justa crítica de lo que no se ajusta al orden ético o de lo que parece perjudicial para la dignidad de las personas o el bien común.
   No es faltar a la obediencia el discrepar de las autoridades; pero es deber la aceptación de la norma, si es justa y está elaborada en debido modo. Es de­ber de todo ciudadano el respetar y defender a la autoridad civil y actuar con espíritu de verdad, justicia y libertad.
   Si no es posible aceptar la norma, se debe discrepar por los cauces legales. Y si viola en forma grave las propias convicciones éticas, se debe negar el cumplimiento. Esta "objeción legal", racional y no afectiva, serena y no violenta, proporcional y no fanática, nada tiene que ver con la desobediencia como reacción injusta contra el bien común.
   Los cristianos pueden plantearse con frecuencia la rectitud de muchas normas y deben discernir su pueden obedecerlas.
  Con todo, no es éticamente correcto, considerar las leyes civiles como ordinariamente ajenas al orden civil y negar la obediencia a las mismas, evitando el someterse a su imperio siempre que por habilidad, astucia o suerte se pueden evitar su cumplimiento.
   S. Pablo decía: "Dad a cada cual lo que se le debe: a quien impuestos, impuestos; a quien tributo, tributo; a quien respeto, respeto; a quien honor, honor." (Rom. 13. 7).
   El Catecismo de la Iglesia Católica refleja este deber así: "El ciudadano tiene obligación en conciencia de no seguir las prescripciones de las autoridades civiles cuando estos preceptos son contrarios a las exigencias del orden moral, a los derechos fundamentales de las personas o a las enseñanzas del Evangelio. El rechazo de la obedien­cia a las autoridades civiles, cuando sus exigencias son contra­rias a las de la recta conciencia, tiene su justificación en la distinción entre el servicio de Dios y el servicio de la co­munidad política. “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22, 21). “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres." (Hch. 5. 29) (N°. 2242)

 

   6. Catequesis de la obediencia

   El cuarto mandamiento es un objeto prioritario en la educación de la fe y de la conciencia de los niños y jóvenes, aunque sus prescripciones deben llegar a todos los hombres.
   Los educadores han de tener en cuen­ta que en los tiempos actuales existen ciertas dificultades para presentar sus principios y exigencias, sobre todo a partir de determinadas edades.
   Los hábitos sociales, los medios de comunicación, las corrientes hedonistas de pensamiento, tienden a minimizar la responsabilidad de los padres y paralelamente la necesidad de sumisión de los hijos.
   Sin embargo, hay que insistir sin fatiga en la necesidad de una buena educación en la obediencia. Esto se debe lograr fomentando criterios firmes y experiencias sanas.
 
   6.1. Criterios firmes

   El niño y el joven que no sean formados en ellos derivan irremediablemente en el capricho y en el desorden, incluso en el vicio destructor d la anarquía y del capricho. Se mueven por mitos y se creen más libres por cuanto no se someten a imposiciones ajenas, cayendo en la tiranía de los propios impulsos.
   Los educadores deben adaptarse a cada momento evolutivo. Y deben enseñar a los padres que un niño abandonado a su arbitrio, incluso en lo nocivo, sufre posteriormente dificultades de ajuste social.
   Cultivar los criterios sanos implica enseñar a pensar con sentido común y con dimensión religiosa, es decir con respeto a la naturaleza y con conciencia de que Dios tiene algo que decir.
   El sentido común conduce a entender que es importante someterse al orden y por lo tanto a normas dada por la autoridad competente. Cuando se falla en este terreno, hay que acudir al castigo. Un niño o un joven que nunca han sido castigados carecen de algo esencial en su educación humana.
   Además es importante descubrir la dimensión religiosa en materia de obe­diencia, cuando el niño y el joven se rigen por una vida de fe propia de su entorno familiar y educativo.
   La dimensión religiosa debe resal­tar un abanico de razones apoyadas en la palabra de Dios, entre las que se pueden resaltar tres.
  - Los hijos deben obediencia a los pa­dres por que es la voluntad de Dios. "Hijos, obe­deced en todo a vuestros padres, por­que esto es grato a Dios en el Señor" (Col. 3. 20)
  - La dependencia paterna debe presentarse siempre como subordinada a la voluntad de Dios y a los designios de Jesús. "El que ama a su padre o a su madre más que a Mí, no es digno de Mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a Mí, no es digno de Mí." (Mt.10.37)
  - La vida de familia engendra alegría pero también fatigas y disgustos. Hay que enseñar a los hijos a perdonar, a olvidar y soportar si agresividad los errores familiar. "Soportaos unos a otros en la caridad, en toda humildad, dulzura y paciencia". (Ef. 4. 2)

   6.2. Experiencias positivas

   La mejor forma de educar en la obediencia es suscitar hábitos tranquilos de orden, dependencia y aceptación de la norma, desde los primeros años de vida.
   El educador, padres, maestros o catequistas, deben entender que el cauce para enseñar a obedecer es aprender a mandar. La serenidad en las formas, la firmeza en lo esencial, la escasez de órdenes insustanciales, es conveniente para acertar en el estilo ordenativo.
   Si esto se logra, el clima de familia o del entorno educativo, benévolo, comprensivo, dis­puesto al discernimiento con caridad y claridad, es la experiencia mejor que puede recibir un niño en los primeros años.
   Es lo que debe seguir cultivando por su cuenta cuando la madurez le alcanza y cuando debe aprender a comportarse sin nadie superior que le vaya indicando lo conveniente o lo preferible.
   Las experiencias positivas de obediencia suponen la adecuada preparación de los padres y de los educadores para que también obedezcan a las normas que rigen la vida social. Cuan­do se obedece con serenidad se cuele mandar con habilidad, con amor y con inteligencia. Entonces se liman la mayor parte de las aris­tas de las órdenes y mandatos y se asume la relación diferencial de edades, funciones o deberes con coherencia.
   Y sobre todo se enseña con el ejemplo y el esfuerzo a reclamar el buen comportamiento y la regularidad.
   En este terreno, los educadores de la fe, catequistas, animadores de grupo, sacerdotes, pueden hacer una buena labor formativa, si ayudan a los padres a discernir los mejores modos de educar a sus hijos en la sumisión.